Editorial
Francisco Javier del Boz González
doi:10.5538/1887-5181.2024.48.2
Podríamos definir la inteligencia artificial (IA) como la capacidad de un sistema informático de imitar funciones cognitivas humanas1. Se considera que la IA tiene sus orígenes ya a mediados del siglo xviii y, hasta la mitad del siglo xx, han destacado personajes como sir Alan Turing, aunque su mayor desarrollo se ha producido, fundamentalmente, a finales del siglo xx e inicios del siglo actual, con una «explosión» en los últimos años, desarrollándose un interés público generalizado por la IA tras la aparición de diferentes programas que requieren poco o ningún conocimiento de IA para su uso2. Así, ChatGPT (un bot de IA de acceso abierto) adquirió 100 millones de usuarios en solo dos meses tras su lanzamiento3.
La IA puede hacer nuestras vidas más fáciles, ayudándonos a ahorrar tiempo en múltiples tareas. Pero no todo es positivo: un problema con el que nos encontramos (y que sus usuarios no siempre conocen) es que, en la actualidad, estos programas pueden dar lugar a informaciones (premeditadamente o no) erróneas. Especialmente inquietante es el campo de la IA «generativa», en que la IA tiene la capacidad de crear imágenes, textos, voces… artificiales en respuesta a comandos, y que pueden ser (y ya han sido) usados con fines fraudulentos. Este crecimiento explosivo y descontrolado de la IA ha llevado a que diferentes voces hayan solicitado una ralentización de dichos avances para poder dar lugar a una legislación que pueda abarcarlos2.
En medicina, la IA puede ser de enorme utilidad en el diagnóstico de enfermedades, la toma de decisiones clínicas, el desarrollo de fármacos y la investigación. Esto se debe a su capacidad de analizar vastas cantidades de datos y extraer patrones que puedan ser útiles.
La dermatología es una de las especialidades médicas pioneras —junto con la oftalmología y la radiología— en el uso de la IA. Esto está relacionado con el hecho de ser una especialidad muy visual, dependiente de imágenes, y actualmente sabemos que las imágenes pueden ser datos, ya que un píxel (la unidad mínima que compone una imagen), de forma básica, no es más que un número que describe el brillo y el color de un punto en una imagen cuando se visualiza.
Esto ha llevado a su aplicación en el diagnóstico de diferentes trastornos dermatológicos, especialmente, a través del reconocimiento de imágenes y algoritmos de machine-learning (en que la máquina se va entrenando gracias a una base de datos). Estos avances tienen el potencial de revolucionar el campo de la dermatología, permitiendo, en muchos casos, diagnósticos más rápidos, precisos y coste-efectivos3. Además, los nuevos modelos de IA tienen la capacidad de analizar datos no estructurados (como anotaciones clínicas), pueden identificar correlaciones dentro de enormes bases de datos e, incluso, pueden generar imágenes sintéticas que puedan servir para el propio aprendizaje1.
En cualquier caso, existen diferentes retos por delante, que requieren la colaboración de clínicos y desarrolladores, y dependen también de los poderes legislativos y fuentes de financiación públicas y privadas: la cantidad y calidad de los datos de los que estos programas deben nutrirse, la creación de mejores algoritmos y la explicación del porqué de sus resultados, consideraciones éticas y legales asociadas, su integración en la práctica clínica, y recursos económicos para financiar todo este desarrollo3.
Los primeros trabajos sobre la aplicación de IA en dermatología se realizaron a inicios de la década de 1990, centrados en programas de detección de melanoma3. Desde entonces, cientos de programas —con algoritmos cada vez más sofisticados y potentes y mejores bases de datos— han sido desarrollados, la mayoría enfocados en la detección del cáncer de piel1,3, demostrando su utilidad, con una gran sensibilidad y especificidad, incluso mejor que la del dermatólogo1, pero también en relación con el diagnóstico y manejo de otros trastornos dermatológicos como la psoriasis, la dermatitis atópica, el acné, la rosácea, la hidradenitis supurativa, las úlceras1,3…
Por ejemplo, en el campo de la psoriasis, diferentes programas de IA han demostrado, además de su utilidad en el diagnóstico, su eficacia en la identificación de pacientes con mayor riesgo de artropatía psoriásica, en la predicción de respuesta a diferentes tratamientos, etc., lo cual podría ser de gran utilidad en el manejo de estos pacientes1.
Existen incluso algunos programas que han demostrado ser efectivos en el diagnóstico de un amplio rango de enfermedades dermatológicas3,4, como muestra el trabajo de Liu et al., que ayudó a médicos de familia a mejorar su rendimiento diagnóstico de 26 enfermedades distintas4.
Actualmente, existen más de 40 startups activas disponibles en el mercado que usan IA para el diagnóstico de trastornos dermatológicos, aunque muchas de ellas no están avaladas por respectivas publicaciones científicas, indicando una disparidad entre la ciencia y la industria. De hecho, también existen estudios que muestran la baja fiabilidad diagnóstica de algunas de estas3.
Por todo lo comentado, es importante que los dermatólogos estemos bien informados del desarrollo de estas tecnologías, que pueden ser de gran utilidad para educar a nuestros pacientes, así como para mejorar y agilizar nuestra práctica clínica2. Cuándo integraremos la IA en nuestra práctica clínica es difícil de predecir, y dependerá de cada tipo de práctica2 y del desarrollo de los diferentes retos asociados3. En cualquier caso, parece evidente que esta integración finalmente sucederá, y es fundamental que la IA sea utilizada de forma cuidadosa y responsable, prestando atención a las tendencias de este campo en rápido crecimiento2.