Editorial
Francisco Javier del Boz González
doi:10.5538/1887-5181.2025.51.3
Es bien conocido que algunas de las radiaciones solares son reflejadas por el planeta Tierra y la atmósfera, aunque la mayoría de estas radiaciones son absorbidas por la superficie terrestre, calentándola. Por otro lado, entre las radiaciones infrarrojas que atraviesan la atmósfera, algunas son absorbidas y reemitidas desde la superficie terrestre en todas las direcciones, siendo retenidas por determinados gases: esto calentará aún más esta superficie terrestre y las capas bajas de la atmósfera, suponiendo el fenómeno conocido como efecto invernadero.
Según refrenda Naciones Unidas, esto conduce al calentamiento global y al cambio climático, y el mundo se está calentando más rápidamente que en cualquier otro momento de la historia registrada. Desde el siglo xix, las actividades humanas han sido el principal motor del cambio climático, debido principalmente a la quema de combustibles fósiles, lo que produce estos gases que atrapan el calor, y se calcula un aumento de 1,1 °C en la temperatura global media durante este período de tiempo1.
El cambio climático se asocia a una elevación de la temperatura global media, pero también a más fenómenos climáticos extremos (olas de calor, inundaciones, huracanes, incendios, sequías…), aumento en los niveles de CO2 y elevación del nivel del mar1. Esto, a su vez, tiene diferentes consecuencias, incluyendo una mayor polución del aire, aumento de alérgenos ambientales, cambios en la ecología de los vectores de enfermedades, impacto en la calidad del agua y en los suministros de agua y alimentos, degradación del medio ambiente… y parece lógico pensar que todos estos cambios tendrán finalmente impacto en la salud humana1.
Así, una mayor polución en el aire y el aumento de alérgenos predispondrá a un aumento en la incidencia de asma, alergias respiratorias y enfermedades cardiovasculares1.
Los cambios en la ecología de los vectores de enfermedades favorecerán la diseminación de enfermedades actualmente más limitadas geográficamente como la leishmaniosis, el paludismo, la enfermedad de Lyme, el chikungunya, el dengue, la enfermedad causada por el virus de Zika, la infección por el virus del Nilo Occidental1…
El impacto en la calidad del agua y en los suministros de agua y alimentos favorecerán enfermedades como el cólera, infecciones por Campylobacter, leptospirosis, malnutrición, diarrea…
La degradación medioambiental da lugar a migraciones forzosas, conflictos civiles e impacto en la salud mental.
Las altas temperaturas extremas propiciarán el agravamiento de diferentes trastornos cardiovasculares, respiratorios, renales o mentales, y se relacionan con aumento de la mortalidad, y a nivel cutáneo favorecerán erupciones como la miliaria. Además, afectarán sobremanera a personas con trastornos de sudoración, como ocurre con algunas enfermedades genéticas como las displasias ectodérmicas, el síndrome de Ehlers-Danlos o las ictiosis, entre otras1,2.
Los fenómenos meteorológicos extremos, a su vez, facilitarán heridas, migraciones, afectación de la salud mental… La OMS establece que, tras inundaciones graves, los trastornos cutáneos serían los problemas de salud asociados más frecuentes, por delante de diarrea o infecciones respiratorias, e incluirían diferentes tipos de infecciones, picaduras de artrópodos, mordeduras, «pie de inmersión», dermatitis de contacto o heridas traumáticas3.
Los cambios de temperatura y humedad también pueden afectar, por ejemplo, a la estacionalidad habitual de determinadas enfermedades, como ocurre con la enfermedad boca-mano-pie, originada por enterovirus4.
Como paradigma de enfermedad dermatológica que puede verse afectada por el cambio climático, tenemos la dermatitis atópica, claramente influenciada por diferentes factores climáticos y la polución ambiental, que pueden empeorar la función de barrera, la desregulación inmunitaria, la disbiosis y el prurito, que están implicados en la patogenia de la enfermedad. Así, las radiaciones ultravioleta pueden originar inflamación, apoptosis, daño en el ácido desoxirribonucleico y una reducción de la función de barrera, como ocurre en una quemadura solar. La polución del aire, los alérgenos ambientales y las sustancias irritantes pueden interrumpir la homeostasis cutánea, originando dichas alteraciones en la función de barrera, disbiosis (descendiendo la flora normal y aumentando la colonización por Staphylococcus aureus), prurito y daño oxidativo. El frío y la humedad ambiental pueden igualmente alterar la función de barrera (al aumentar la pérdida transepidérmica de agua), mientras que el calor y la sudoración pueden provocar prurito5.
Igualmente, son esperables cambios en relación con las infecciones fúngicas, ya que estas condiciones (aumento de temperatura global, más fenómenos meteorológicos extremos…) estimulan la emergencia de nuevos patógenos fúngicos, y la adaptación de determinados hongos a ambientes previamente inhóspitos para ellos. Es esperable, por tanto, un aumento de estas infecciones fúngicas, al favorecerse su crecimiento y diseminación; los hongos pueden infectar más fácilmente a los seres humanos, y el uso de fungicidas en agricultura puede propiciar el desarrollo de resistencias a antifúngicos6. Un ejemplo lo tenemos en la emergencia a nivel global de Trichophyton indotineae.
En definitiva, como dermatólogos, no podemos ignorar el fenómeno del cambio climático, y debemos prepararnos para poder ayudar lo mejor posible a aquellos que sufran sus consecuencias.