Editorial
Francisco Javier del Boz González y Manuel Rodríguez Paredes
10.5538/1887-5181.2025.52.3
El concepto de epigenética fue introducido por el biólogo escocés Conrad Waddington en 19421, al observar cómo las diferentes células del organismo, a pesar de partir de la misma información hereditaria, podían adquirir identidades y funciones muy diversas. Waddington propuso que, durante el desarrollo, debía de existir algún tipo de señal externa que, actuando «por encima» (del griego, epi-) de esa información hereditaria común (la genética), determinara el destino —o la especialización— de cada célula1.
Waddington no estaba equivocado. Hoy, unos ochenta años después, sabemos que las hormonas y los contactos entre células adyacentes —como señales externas— inducen patrones específicos de marcas o modificaciones químicas sobre el ADN (ácido desoxirribonucleico, la molécula que alberga la información genética esencial para el desarrollo y funcionamiento de los organismos vivos) o sobre la cromatina (estructura que organiza el ADN en el núcleo celular mediante su asociación a proteínas). Este conjunto de modificaciones, conocido como epigenoma, controla en última instancia qué genes se expresan en cada tipo celular, definiendo, así, su identidad y función1. Es curioso que, al final, el prefijo epi- no solo aluda a su papel regulador «por encima» de la genética, sino que también describa la localización física de estas marcas «sobre» el ADN o la cromatina. Un ejemplo destacado es la metilación del ADN, probablemente, la modificación epigenética más estudiada, y que consiste en la posible adición de un grupo metilo (CH3) a las citosinas de la molécula, cuando estas están seguidas de una guanina, formando los llamados dinucleótidos CG, de los que existen, aproximadamente, unos 28 millones distribuidos a lo largo de la secuencia genética2.
Pero lo interesante es que la epigenética no solo actúa durante la diferenciación celular, sino que también opera en cada tejido del individuo adulto, de forma que nuestro estilo de vida y la forma en la que nos relacionamos con el entorno influyen en los patrones de esas modificaciones químicas, que, además, se heredan de célula madre a células hijas. Así, diferencias en la dieta, en el ejercicio físico o en el consumo de tabaco y alcohol pueden modificar el epigenoma de los distintos tejidos, provocando cambios en la expresión génica. Estos cambios no solo explican, por ejemplo, las diferencias físicas observadas entre gemelos monocigóticos con idéntica información genética, sino que también contribuyen de forma decisiva al envejecimiento o al desarrollo de todo tipo de enfermedades, incluido el cáncer2.
Y esto, por supuesto, también ocurre en nuestra piel, la barrera protectora exterior de nuestro organismo. Todos sabemos que la radiación ultravioleta procedente del sol es la principal causa de su envejecimiento y, en última instancia, del desarrollo de diferentes tumores cutáneos1,2. Lo que es menos conocido es que buena parte de estos problemas, así como otras enfermedades típicas de la piel como la psoriasis tienen su origen en la desregulación del epigenoma del tejido. Volviendo a la metilación del ADN, hoy sabemos que la hipermetilación aberrante de las regiones reguladoras principales de ciertos genes supresores de tumores —las regiones promotoras— provoca su silenciamiento —es decir, su «apagado»— en los distintos cánceres de la piel; o que la hipometilación generalizada observada en sus células tumorales contribuye de manera decisiva a la inestabilidad genómica que típicamente padecen (pérdida o ganancia de cromosomas, reordenamientos, etc.); y, casi lo más importante, que podemos usar esos patrones de metilación aberrantes para estratificar los tumores, lo que puede tener implicaciones pronósticas significativas y ayudar a anticipar si responderán a determinados tratamientos.
No queremos terminar sin abordar el tema de los relojes epigenéticos. Desde hace algunos años, disponemos de algoritmos capaces de predecir la edad de una muestra de piel —o de cualquier otro tejido— mediante el análisis de los patrones de metilación de unos pocos dinucleótidos CG distribuidos por el ADN, que van cambiando gradualmente con el paso del tiempo. Estos relojes son fascinantes, ya que lo que realmente estiman es la edad biológica del tejido, no la cronológica. Así, uno puede tener 45 años —como es nuestro caso—, pero estos relojes pueden indicar que la edad de nuestra piel es, por ejemplo, de 35 si la hemos cuidado bien, o de 55 si ha estado demasiado expuesta a la radiación solar sin protección, etc. Dado que el envejecimiento biológico del tejido constituye el mayor factor de riesgo para sufrir cualquier tipo de cáncer —incluido el de piel—, el potencial de estos relojes es enorme; no solo porque permiten monitorizar el estado de salud de la piel, sino porque, a través de su manipulación, podríamos llegar a ralentizar o, incluso, revertir su envejecimiento biológico, mejorando, así, nuestro aspecto general y disminuyendo, de paso, el riesgo de cáncer.